domingo, 9 de noviembre de 2014

Para 2do C

SELVA OSCURA 

Dante ha perdido la virtud, lo bueno, y se encuentra perdido en la selva oscura  del pecado. Recordemos que Dante ha utilizado un esquema mediante el cual la selva oscura podría representar la realidad. Podríamos decir que se encuentra en un  dualismo personal entre el bien y el mal, y a lo largo del infierno, “lucha interna”,  parece querer conocer por sí mismo, interiorizando en el pecado y en el mal.  A mitad de su vida, Dante siente una crisis, la cual parece guiarle hacia la  autodestrucción y siente la necesidad de huir del dualismo para adentrarse en lo bello  y en lo bueno. Sólo le queda auto-destruirse o construirse. 

Dante ha perdido la cordura, se encuentra en la falta de su conciencia y está  confuso buscando la virtud. Debe reencontrarse y volver a recuperar la vida eterna en  el paraíso, debe enfrentarse con sus demonios interiores, esos que habían desterrado  de su cabeza, como la lujuria, la vida política, la codicia... que regresan para no dejarle  descansar. 

En la vuelta hacia el camino correcto necesitará la ayuda de Virgilio considerado  como la razón humana no revelada por la razón. Así Virgilio se convertirá en el analista  de Dante durante su viaje por el infierno. Se realiza una exploración del inconsciente  durante el viaje por el infierno. En el momento en que aparezca un guiño del camino  incorrecto o del pecado, de esta emoción sucederá a otra, y acabaremos embarcados  en la tristeza y el tormento. 

Este dolor es contagioso y producirá pérdida de energía y vitalidad. Así nos dirá  Nietzsche que la misericordia (que observamos en la vida cotidiana) sería una  debilidad más que una virtud; y lo que le sucede a Dante es que se adentra en la  negación de la vida, de la virtud de la que hablaba, ya que con pasión o misericordia niegan la vida. Nietzsche adoptará la idea de compasión como instinto depresivo y 
contagioso y que choca con otros instintos que van enmarcados a conservar el valor de  la vida. 

Dante intenta reflejar los desórdenes sociales producidos por el emperador que  unificó bajo su mando Italia. Proyecta una huida de lo real, huye de sus  responsabilidades cívicas, del ámbito público de la sociedad, de su inconformismo y  rebeldía frente a un pueblo. Se desarrolla una desactivación política en Dante. 

Buscándole iluminación por la fe, desea separarse de los necios que solo atienden  a la razón humana y que caen en el camino de la desolación. Se aprecia en Dante cierta  referencia a los aedos invocando a las musas, invocando Ayuda para superar el  infierno, aunque a Dante le parezca algo natural necesitará la ayuda de Virgilio que  actuará como medio para dispersarlo del infierno, como antiguos héroes.  Busca desesperadamente la iluminación para mantenerse en la virtud, ya que  afirmamos que el infierno de Dante es una alegoría a su realidad, busca huir del  pecado, mantenerse recto. Selva oscura sería el hombre que adoptaría su mundo de  pecado. 

lunes, 20 de octubre de 2014

El hablador

La historia empieza en una galería en Firenze, Mario Vargas Llosa estaba viendo unas fotos. Una de ellas, era la de un grupo de personas sentadas observando como a un espíritu, también, la de un niño que había sido mordido. La que más le sorprendió fue la primera que mencioné, con esta imagen empezó a recordar todo lo que vivió cuando era joven. Él estudió Letras en la universidad de San Marcos, con un chico llamado Saúl Zuratas. Saúl tenía algo particular en la cara, toda la parte derecha de su cara estaba cubierta por un enorme lunar, también tenía cabello naranja. El papá de Saúl quería que su hijo sea alguien importante en la vida, por eso lo obligó a estudiar derecho, a pesar de que a él no le gustaba. No obstante, él estudiaba etnología a la misma vez. Cuando Mario estaba estudiando se le presentó la oportunidad de viajar a la Amazonía, Rosa Corpancho fue la que le dio esa oportunidad. Mario empezó a conocer la cultura y las costumbres de la tribu de los machiguengas. Habían dos señores, los Schneil, que ayudaban a que los machiguengas aprendan a leer y a escribir.
Habían  personas que querían  mejorar la forma de vida de los machiguengas, quitándoles las costumbres y cambiándoles sus costumbres, cuando “mascarita”, apodo de Saúl, se enteró lo que iban hacer las personas, se dirigió a la selva. Mario estaba feliz de que su amigo esté con él,  ellos compartían diferentes opiniones sobre si los machiguengas debían segur con sus costumbres o cambiarlas. Mascarita quería que ellos conserven sus costumbres, pero Mario, pensaba que lo mejor para que la tribu pueda progresar era de cambiar sus costumbres. Conociendo poco a poco como vivían las tribus, a Mario le empezó a gustar la cultura de los machiguengas.
Después de varios años, Mario empezó a trabajar en la televisión peruana, el programa se llamaba “La Torre de Babel”, duró seis meses trabajando. Una de las cosas que siempre pasaban mientras trabajaban era que el camarógrafo Alejandro Pérez siempre tenía el lente de la cámara medio sucio.
Regresando a la Amazonía, los misioneros ya estaban a punto de terminar con su misión en la selva. Mario seguía obsesionado con lo de EL HABLADOR, hasta que el señor Edwin Schneil le contó sobre una experiencia que tuvo cuando vio al hablador. Cuando Mario le empezó a preguntarle sobre cómo era físicamente el hablador, Edwin decía que el hablador tenía un gran lunar en la parte derecha de su cara y que también tenía el cabello color naranja, Mario se asustó y se dio cuenta de que su amigo era el Hablador. Finalmente, Mario se dio cuenta por qué Mascarita siempre defendía a la tribu de los machiguengas  y era que él pertenecía a esa tribu.

Los jefes y los cachorros

 Esta interesante historia habla de unos jóvenes de nombre, Javier, Lu, Raygada y el protagonista, que viven un mal trato por parte del Director de su colegio San Miguel, El maestro Ferrufino. El director no quería darles las fechas de los exámenes, cosa que los tenía desconcertados, éstos se impondrían inesperadamente y los muchachos sentían eso como algo injusto, todo esto con el fin de que estos sacaran malas calificaciones,

Así comienza la historia realista de Mario Vargas Llosa, los jóvenes se rebelan y querían que todo el colegio se uniera para hacer una huelga y lograr lo que querían del director, las fechas de los exámenes.
Marchan los jóvenes, dan vueltas al patio. Primero los de quinto”. El primer intento fracasó porque al enfrentarlos el director, Rasgada uno de los integrantes del grupo de Los Jefes o los coyotes, reculó y de castigo le fue impuesto que todos los días tendría que quedarse hasta las 9 de la noche haciendo un trabajo por haberse rebelado contra de ellos.

Los  “Los Jefes o coyotes” que era un grupo de personas, solo por ser los mayores del colegio y porque intentaban luchar contra las injusticias, apoyaban a todo el colegio, armaban grupos para ir a hablar con el director, que era su grupo y al llegar a dirección, obtienen de ello, solo los mandaban a la porra. Era una lucha de poder y rebeldía, ah pesar de que eran castigados cada vez que le comentaban al director sobre los exámenes. Era una lucha de negativa y estaban en contra del alumnado.
Las acciones que tomaban Los Jefes requerían eran valientes y solidarias a su fin. Tomaron medidas fuertes como no dejar el ingreso de los estudiantes al colegio o enfrentar directamente al Ferrufino. También se ve que los chicos estaban decididos, a pesar de su valentía y los actos severos pero nobles que realizaron no obtuvieron nada más que nuevas amenazas del director.
El grupo de jefes salen con los mas pequeños salen de hablar con el director y dan las malas noticias a los mas pequeños. entonces deciden armar una huelga, incita a los demás compañeros diciendo que el director golpeó a Lu, que traía golpes resultado de una previa pelea entre “los coyotes”, echándole la culpa al director, y toda la escuela se pone en huelga, no tomaban clases y exigirían también que los más pequeños los “churres”, de primaria tampoco entraran. Así pues, empiezan a convencer a los de primaria que no asistan a clases, que se vayan al río y ya casi tienen controlada la situación, cuando dejan solo a Lu, y éste es vencido por varios pequeños que si querían clases y estaban en contra de la huelga…Una vez que los demás alumnos vieron que los primeros entraban a la escuela, inmediatamente los siguieron, la amenaza de huelga había terminado y el director había salido airoso de esa rebelión de alumnos…ante tal descontrol surge una pelea entre Lu y el protagonista, una vez terminada en pleito..Se saludan y entran igualmente a la escuela..Una mano amiga, promete ayuda hacia ellos, Javier pone un brazo en el hombro del jefe mayor. La unión que se había logrado, se revienta inesperadamente al haber un altercado entre uno de los Jefes, ya mayores y un churre menor de edad.
En si son varios relatos pero en si en los seis tienen en común el tema, principalmente sobre el que giran los acontecimientos es la agresividad. Ésta se manifiesta en cada relato de formas diferentes, tales como por ejemplo una manifestación, un combate, una venganza, un reto, etc. En cada relato los personajes son completamente distintos pero comunes en una cosa; la violencia como característica principal de todos ellos. En ambos relatos los que entran en competición, junto con sus amigos, deciden alejarse del centro urbano para llevar a cabo su enfrentamiento, al leer el capítulo de Día Domingo (posterior a El desafío) da la sensación de que ya lo has leído anteriormente.  El tema central de los seis capítulos es la agresividad y la violencia tan real como la vida misma, aunque en estos relatos pueda parecer algo surrealista.

De alguna manera, lo relaciono con la política en nuestros países latinoamericanos y si no hay unión no se obtendrá lo que se quiere, la represión con mayor fuerza, mete en control a las masas. o la desunión entre grupos es la clave del éxito del dictador, principalmente “Los Cachorros”. Fue el que mas llamo mi atención y mas lecciones me dejó. El saber que la vida y el futuro de uno puede cambiar en cualquier momento y en cualquier lugar deja un sentimiento de incertidumbre y quizás algo de angustia. Primero que nada el tener presente nuestra seguridad y cuidado en todos los lugares que frecuentemos es una lección, pero la mas importante, es que si en algún momento llegáramos a sufrir alguna discapacidad, tan fuerte como el ser impotente en el caso de un hombre, no dejar que la desesperación nos invada y no encerrarnos en nosotros mismos. Aunque suena fácil decirlo, creo que e una de las cosas mas difíciles que uno tiene que realizar al sufrir algún tipo de problema crónico. En particular creo que sería el ultimo en seguir este consejo, pero este libro me dejo la enseñanza de por lo menos pensarlo dos veces antes de llevar una vida desesperada en caso de pasar por alguna invalidez.
Investigue que en esos años en Latinoamérica se estaban produciendo cambios políticos, que generaban inestabilidad social, pero que a Mario no le afectaron demasiado. Lo que marco su estilo literario fue pertenecer al “Boom”, que es un movimiento literario que se caracteriza y abarcar áreas y temas universales con personajes ambiguos y lenguajes comunes que incluyen la jerga y el léxico propio.
Y de acuerdo con el realismo lo relaciono porque enfocaba su interés en la sociedad, observando y describiendo objetivamente los problemas sociales, y para ello se valieron en estos simples personajes, a pesar de ser un estilo más sencillo, sobrio y preciso. Especialmente me di cuenta que era realismo en los diálogos, es decir, adopta los niveles de lenguaje adecuados a los personajes, que representaban todos los estratos sociales. Además porque como ya comentaba sobre el contexto histórico en el que estaba procura mostrar en la obra una reproducción fiel y exacta de la realidad que se vivía en las calles, y porque al romanticismo en su rechazo de lo sentimental y lo trascendental; y mejor refleja la realidad individual y social, además hace uso de la descripción, para mostrar perfiles exactos de los temas, personajes, situaciones e incluso lugares; lo cotidiano y no lo exótico es el tema central, exponiendo problemas políticos, humanos y sociales, además el lenguaje utilizado en las obras abarca diversos registros y niveles de lenguaje, ya que expresa el habla común y se adapta a los usos de los distintos personajes, que son complejos e interactúan influyendo en otros, además  muestra una relación mediata entre las personas y su entorno económico y social, del cual son exponente; la historia muestra a los personajes como testimonio de una época, una clase social a demás Mario Vargas Llosa analiza, reproduce y denuncia los males que aquejan a su sociedad y transmite ideas de la forma más verídica y objetiva posible.

Conversación en la Catedral

El nombre de la novela proviene del lugar donde Santiago Zavala (Zavalita), el protagonista, conversa con un antiguo empleado suyo, el negro Ambrosio. La Catedral es una cantina de mala muerte ubicada por los alrededores del río Rímac, cerca a una perrera, a donde Santiago acude para recuperar a Batuque, el perro de su esposa. Allí se reencuentra con el antiguo exchofer de su padre y se van a tomar un par de cervezas.
La obra se basa en la conversación de estos dos personajes, seres muy distintos, casi antagónicos, pero unidos por los azares de la vida, la dictadura de Odría y, sobre todo, la desolación de la historia peruana.
Zavalita es un sencillo periodista de unos 30 años, mediocre, sin mayores ambiciones, y clasemediero, pero de familia acomodada a la que ha dejado de ver en voluntario desclasamiento, a causa de los desacuerdos con su padre, Don Fermín, quien era un empresario muy cercano al poder político en los tiempos del Ochenio.
Ambrosio, por su parte, es un negro viejo que se dedica a matar perros en la perrera municipal, y que anteriormente fue chofer de Cayo Bermúdez y luego chofer de don Fermín, con quien sostuvo una relación homosexual. Asimismo, es el asesino impune de La Musa, antigua prostituta de alto vuelo.
El diálogo, que dura cuatro horas, sirve como hilo conductor para cuatro historias estilísticamente independientes, pero que se entrecruzan en el tiempo. Entre cerveza y cerveza, los dos van atando cabos y llenando vacíos que nos remiten al Perú de aquellos años, época de represión política y corrupción que afecta a todos los estratos sociales. Así, los planos se intercalan y los personajes del pasado cobran actualidad y conviven en la narración del presente entre el viejo Ambrosio y el joven Zavala.
Cuatro son los personajes sobre los que se sostiene la novela: Santiago Zavala (Zavalita), don Fermín Zavala (Bola de Oro), el zambo Ambrosio y Cayo Bermúdez (Cayo Mierda). Cada uno de los cuales se vinculan a su vez con una legión de personajes de distintos estratos, ocupaciones, caracteres e importancia.
Así nos enteramos que Zavalita, como es llamado familiarmente, desea (y logra) estudiar en la Universidad de San Marcos contra la opinión de su progenitor. Allí se enrola en el grupo activista Cahuide, grupo marxista, opositor a la dictadura. Con ellos comprobará, en carne propia, la persecución y las represalias que sufren los opositores al gobierno, de las cuales él se salva por influencia de su poderoso padre.
Por otro lado Ambrosio, zambo de la ciudad de Chincha, sufre un cambio de vida al pasar de su tranquilo pueblo a la ciudad capital, Lima, donde trata de ganarse la vida como puede, logrando finalmente que un viejo conocido de sus años de infancia -el director de gobierno Cayo Bermúdez y mano derecha del ministro de gobierno y de la policía- lo emplee como su chofer.
Cayo Bermúdez (Cayo Mierda, personaje basado en Esparza Zañartu, su siniestro alter ego real del odriismo) es justamente otro de los protagonistas de la novela, quien desempeña su perverso papel defendiendo los intereses del general Odría: persigue a los apristas y comunistas y acalla toda oposición al régimen. Para ello no escatima recurso alguno por pérfido o ilegal que fuese. Además, se consigue una amante de lujo, Hortensia, una ex cabaretera y prostituta apodada “La Musa”, a la que instala en una casa privada de San Miguel y colma de comodidades y lujos, para abandonarla en última instancia cuando es separado del poder.
Mientras tanto, Santiago luego de los sucesos de Cahuide (su detención, la pelea con su padre), rompe toda relación con la familia y se pone a trabajar como periodista en un diario local. Por otro lado, Ambrosio se convierte en chofer de don Fermín, con el que mantiene una relación homosexual esporádica y secreta (“solo cuando este se sentía preocupado o triste, y lejos, en la casa de Ancón”). Hortensia, cuya vida de esplendor iba decayendo en rápida decadencia, se entera de esta relación y utiliza para chantajear al empresario que por esos momentos está recuperándose de serias dificultades económicas. Ambrosio, apenado e indignado ante los sucesos, mata a Hortensia, tras lo cual huye a Pucallpa junto con Amalia, su pareja.
Santiago se va enterando poco a poco de la vida privada de su padre, de sus vicios, sus excesos, cuestiones que lo atormentarán por años. Aún más, teme que su padre haya ordenado la muerte de Hortensia. Por eso su interés en hablar con Ambrosio tras ese reencuentro en la perrera, con el que se inicia la novela. Ello explica también la reticencia de Ambrosio a profundizar en el asunto, llegando incluso a pelearse con Santiago a la salida del bar La Catedral, cuando éste le insiste en preguntarle si había cometido lo “de La Musa” por orden de su padre. Sin embargo, por el diálogo que sostienen ambos, expuesto páginas más adelante de la obra, se desprende que Ambrosio cometió el crimen por propia voluntad, sin mediar orden alguna.

martes, 2 de septiembre de 2014

CACHORRO DE TIGRE (Enrique López Albújar)

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I

Me lo trajeron una mañana. Su aspecto inspiraba lástima. Por su estatura aparentaba doce años, pero por su vivacidad y por la chispa de malicia con que miraba todo y su manera de disimular cuando se veía sorprendido en sus observaciones, bien podría atribuírsele quince
Y no sólo era una especie de enigma por la edad, sino también por lo que pudiera hacer o pensar. Mánam, mánam, era la respuesta que daba a todo. No sabía nada ni nada entendía, pero con los ojos parecía decir lo contrario. Y como tampoco supo decirnos su nombre en los primeros días, o no quiso decirlo, y era necesario llamarlo por alguno, resolví rebautizar a tan pequeña persona con el de Ishaco, así en quechua, ya para que lo entendiera bien y le sonara agradablemente a sus oídos de chaulán cerril, ya para que obedeciera mejor cuanto se le iba a ordenar en lo sucesivo.
Verdad que su apellido lo supe desde el primer momento, pero me parecía impropio llamarle por él no sólo por lo inusitado, sino para evitarme el compromiso de satisfacer a cada instante la curiosidad pública sobre su procedencia.
Y no se crea que el apellido significase una rareza, una extravagancia o un equívoco, cosa tan corriente entre los indios. El apellido no podía ser más español: Magariño. Pero es que pesaba sobre él una celebridad tan triste...
¡Magariño! Así se había llamado, hasta poco antes de la llegada del muchacho, una especie de Rey del Monte andino, que durante diez años había vivido asolando pueblos, raptando y violando mujeres, asesinando hombres y arreando centenares de cabezas de ganado de toda especie al reino misterioso de sus estancias, hasta que la bala de uno de sus tenientes le puso término a sus terribles correrías.
Además, el mismo chico, por no sé qué razones, había contribuido a este silencio, a esta extinción del apellido paternal. Así se le hubiera llamado por él cien veces, el indiecillo no habría contestado jamás. Donde cualquier otro muchacho hubiese acabado por ceder, él supo mantenerse inalterable, impasible, sereno, inquebrantable... Así logró imponerles a todos su nuevo nombre de Ishaco y pocos días después nadie volvió a llamarle por Magariño.
Pronto se hizo Ishaco necesario para todo: para los recados, para las compras, para la cocina, para la mesa, para mis hijos, hasta para el Juzgado, cuyo aseo y arreglo aprendió en un santiamén, con lo que probó que el cerebro de un chaulán no es tan refractario a la idea de orden como parece. Y se hizo el necesario, no por ser el único, sino porque, viéndole todos su voluntad, su paciencia, su acomodamiento, su prontitud para hacer las cosas, todos acabaron por descargar en él gran parte de sus obligaciones, cosa, desde otro punto de vista, muy propia de la humana naturaleza. Ishaco quedó, pues, convertido en la piedra angular de mi servidumbre, y también en cabeza de turco cuando alguien necesitaba aliviarse de una disculpa. Todo lo bueno lo hacían los demás; todo lo mal, Ishaco.
Y con qué facilidad se fue enterando de todo. Antes del mes llamaba todas las cosas por sus nombres. Cuando vio la máquina de coser quedóse largo tiempo mirándola y dando vueltas en torno de ella; y cuando la vio funcionar, empezó a reír nerviosamente y a zapatear, como si estuviese bailando cashua. Y rió tanto que todos acabaron por reír también.
—¿Te ha gustado la máquina? Es para coser vestidos. Aquí se te va a coser camisas, sacos, pantalones,. Verás que buenmozo vas a quedar con el vestido que te van a coser.
—¿Y máquina cose gente también? —preguntó con cierta curiosidad no exenta de malicia.
No, hombre; a la gente no se la cose.
Ishaco volvió a reír más fuerte; pero ya no con risa ingenua, sino con risa que parecía responder a un extraño pensamiento, pues al retirarse murmuró:
—¡Qué bueno coser Valerio!

II

La persona que me trajo a Ishaco, un sargento de gendarmes, me dijo:
—Ya que no he podido traerle, señor, las pieles de zorro que le prometí, pues la batida no nos ha dejado tiempo para nada, le traigo, en cambio, uno vivo.
Y mostrándome al indiecito, añadió:
—Ahí donde usted lo ve, señor, tiene su geniecito, pues es nada menos que hijo del famoso Magariño.
—¿De Adeodato?
—Del mismo, señor, según nos dijeron en Chaulán cuando nos vieron entrar con él al pueblo.
—¿Y por qué me lo traes a mí?
—Porque me lo ha mandado el Mayor.
—No me parece bien; han debido entregárselo a cualquiera de sus parientes. ¿Que no tiene  hermanos, tíos, abuelos...?
—Si nadie nos ha querido decir, señor, en Chaulán, quiénes son sus parientes, ni recibirlo tampoco. El gobernador decía que podíamos dejárselo al alcalde, y el alcalde, que al gobernador. Con decirle a usted que el señor cura, al saber quién era el muchacho, lo santiguó y se negó también a recibirlo. Todos temían comprometerse.
—¿Comprometerse por tan poca cosa?
—Es que usted no sabe las costumbres de esas gentes, señor. Cuando corre sangre entre dos familias, como ahora entre los Valerios y los Magariños, el que protege a uno de ellos se trae el enojo de los otros. Esas gentes odian como demonios, señor.
—¿Y el juez de paz? ¿Qué hizo el juez de paz?
—El juez de paz también hizo el quite, señor. ¿Sabe usted lo que dijo? “Hijo de bandolero no sirve. Si los Valerios saben que está aquí un hijo de Magariño vendrán por él, lo retacearán y me quemarán la casa; y si lo saben los Magariños, dirán que le he secuestrado al pariente y vendrán también a pedirme cuentas. Llévatelo, taita; no sirve”. Y el mayor cargó con él.
Y puesto yo en la disyuntiva de rechazar la criatura por una simple cuestión de forma, para que fuera a parar quién sabe en qué manos, o dar en algunos de los cuarteles, donde correría el riesgo de pervertirle, o de aceptarlo y mantenerlo en mi poder hasta que fuera reclamado por alguno de sus deudos, opté por lo último, y el vástago de uno de los bandoleros más famosos de estos desventurados campos andinos, entró a ser un miembro más de mi familia.

III

El chico comenzó a medrar prodigiosamente. Parecía crecer por centímetros. Aquella faz terrosa y resquebrajada por las inclemencias de las alturas con que llegó a mi casa, fue adquiriendo paulatinamente la tersura y el brillo de un rostro juvenil. La ablución cotidiana, el cabello cortado al rape, la manera de vestir y calzar, el trato y estimación que se le diera desde el primer momento, contribuyó a darle aire decencia y visible expresión de simpatía. De todo lo que pareció enterarse al principio perfectamente el indio, así como del valer personal a tan poca cosa adquirida.
Se paraba delante del espejo un largo rato y después de mirarse por sus cuatro costados, acababa por sacarle la lengua o mostrarle el puño a la imagen que tenía delante. Y era de verle en sus ratos de repentina expansión, allá en el interior del hogar, frente a la servidumbre, derrochando imitación y comicidad, hasta hacer desternillar de risa al auditorio.
—¿Cómo anda patrón Francisco? ¿No sabe cómo anda patrón Francisco? Patrón anda así... ¿Y señorita?... Señorita ríe así, como así... Y cuando patrón está despacho y preso delante, va para allá, viene para acá, da vueltas como cabro encerrado, se baja gorra, junta cejas así y después grita: “Estás mintiendo; te conozco ojos, ¡zamarro!”.
Y cambiando de tema, con volubilidad desconcertante, comenzaba a explotar el de los motes, acabando por enojar a todos.
—Tú —dirigiéndose a la cocinera— pareces sachavaca; tú —al mayordomo, que es un negro mozo y poco amigo de las bromas—, añás. ¡Fó Añás...
A lo que el negro, que desde la llegada del indio miraba a este con cierta ojeriza, echábasele encima con las más aviesas intenciones, que Ishaco sabía burlar con un simple salto de tigre y una rápida fuga.
Y de estas cómicas expansiones Ishaco venía a parar al libro de lectura, que abría por cualquier página, y comenzaba a deletrear antojadizamente, con seriedad de colegial contraído. Y no lo hacía mal a la hora de dar la lección. Su memoria era tanta, que le bastaba uno o dos repasos para repetir de una tirada hasta media página. Su memoria visual, plástica, sobre todo, era prodigiosa. En un momento aprendió a ver la hora en el reloj, a distinguir los periódicos ilustrados de los que no lo eran y a saber sus nombres, a conocer el valor de las estampillas y lo que era una factura y una carta.
Al lado de estas manifestaciones de inteligencia vivaz había otras de una animalidad extraña, que habían confundido al sicólogo y a las que posiblemente ningún poder hubiese podido corregir o atenuar. Se cazaba los piojos y se los comía deleitosamente, después de verlos andar sobre la uña; se hurtaba los pedazos de carne cruda y sangrienta y los engullía con la rapidez y voracidad de un martín-pescador; recogía en cualquier cazo la sangre de los animales degollados y, humeante aún, se la bebía a tragantadas, celebrando después en risotadas bestiales, el cloqueo que aquella hiciera al pasarle por la garganta; hacía provisiones de cebo y de piltrafas recogidas en la cocina, ocultándolas en cualquier escondrijo, para sacarlas más tarde en plena descomposición y devorarlas a solas y tranquilamente. Era a ratos perdidos un insectívoro y un antropófago.
Por la carne era capaz de todo, y aún cuando a la hora de comer no tenía preferencias por ninguna, roja o blanca, cruda o cocida, podrida o fresca, tierna o dura, los trozos crudos y sanguinolentos, acabados de traer del mercado, causábanle como una especie de sádico enternecimiento. Para él habría sido un placer revolcarse, a la manera del gato cuando olfatea algo que excita su sensibilidad, sobre un colchón de carne roja y palpitante. Diríase que la vista y el olor de la carne cruda despertaban en él quién sabe qué rabiosos gustos ancestrales, pues su boca de batracio se distendía en una sonrisa bestial, hasta mostrar el clavijero purpúreo de las encías, y los ojos saltones, le brillaban con el innoble brillo de la codicia.
Fue esta pasión la que una vez llevó al indio a pasear en triunfo, sobre una improvisada pica, el corazón de un toro, sorteando las persecuciones de la cocinera y canturreando un aire indígena.
—¡Trae acá, bandido! Voy a decirle al señor para que te quite la maña de jugar con las cosas de mi cocina.
—¡Silencio, sacha-vaca! No molestes, que estoy muy alegre. Déjame pasear corazoncito. Así voy pasear corazón Valerio y comérmelo después. .

IV

Había reparado yo que cuando Ishaco no respondía inmediatamente a mis llamadas, al presentarse revelaba azoramiento y sin esperar a que se le interrogase por la demora comenzaba a disculparse más o menos tontamente.
—Estoy barriendo despacho, taita —díjome en cierta ocasión.
—¿Y esta mañana no lo barriste?
—Sacudí no más mesa, taita.
Esta manera de responder se me hizo sospechosa y resolví espiarlo. El chico era demasiado curioso y su curiosidad podía llevarle lejos. Además, en el despacho había cosas que podían tentarle. Ya se le había sorprendido encaramado en la consola haciendo girar la manecilla del reloj y tecleando también en la máquina de escribir. La ocasión no tardó en llegar.
Hallábame en una habitación contigua al despacho, entregado al estudio de un expediente, cuando comencé a percibir una serie de golpecillos secos, crepitantes, que me indicaron que alguien andaba en el despacho. Me levanté presuroso y atisbé. Era Ishaco, que se entretenía en restallar una carabina, apuntándole a un blanco imaginario. Su manera de manejar el arma me dejó asombrado. Con admirable precisión llevaba y traía el manubrio, simulando el acto de cargar y descargar, y se encaraba el arma y hacía funcionar el disparador en los dos tiempos reglamentarios.
La carabina, casi tan grande como el muchacho, que en manos tales hubiera podido tomarse por un pasatiempo, manejada en esa forma sugería la idea del peligro. Aquello dejaba de ser una simple distracción para convertirse en un ensayo amenazador y siniestro. Lo había observado muy bien. El semblante de Ishaco no revelaba la satisfacción de una curiosidad infantil, sino la expresión de un pensamiento torcido y precoz. Descubríase en él cierta gravedad que inspiraba respeto. ¿Qué ideas terribles bullirían en ese momento en aquel cerebro quechua? ¿Qué odios dominarían en esa almita risueña e inocente, al parecer para todos, pero realmente seria y sombría, cuando estaba a solas, bajo el peso de la nostalgia? ¿Habría en esta bestiezuela recién domada razón suficiente para que el complicado sentimiento de la venganza hubiese echado ya raíces en su corazón? ¿Se habrá percatado ya de la triste condición en que lo había dejado la bala de un asesino?
—¿Qué haces, Ishaco? —exclamé, interrumpiéndole en su siniestro ejercicio.
El indio apenas se inmutó.
—Limpiando carabina, taita. Armas sucias, taita.
—¿Limpiando? ¿Y con qué la estás limpiando? No te veo nada en las manos.
Ishaco no se turbó por la observación.
—Voy a llevarla a mi cuarto. Mi cuarto tengo trapo listo, cordel para limpiar cañón, grasa para untar piezas.
—¿Y quién te ha enseñado todo eso?
—Padre Deudatu. Yo limpiar siempre su carabina.
—¿Tenía muchas?
—El indio sonrió por toda respuesta.
—¿Sabes tú qué arma es esta? Seguramente no lo sabes.
La sonrisa del indio expresó entonces un dejo de ironía que puede interpretar en este sentido: “¡Si tú supieras lo que yo sé de armas!”. Y, como para comprobarlo, añadí:
—Es un winchester, muy peligroso para los niños. No vuelvas a tocarlo porque puede hacer fuego y herirte.
—No es güincher, taita; manglir es. Mi padre Deudatu tenía muchas de estas. Domingos me prestaba una y yo salía cazar venado y tumbar cóndor. Carne venado gustarle mucho mi padre.
—Está bien. Vete y cuidado con que vuelvas a tocar estas armas sin orden mía.
Ishaco puso la carabina en el armario y se retiró, mientras, yo disgustado por lo que acababa de ver y de oír, comencé a pensar en la manera de deshacerme de tan extraña criatura.

V

—Estaré viendo marcharse al indio y no lo creeré. Le has tomado algún cariño al muchacho.
—Es natural; hace seis meses que está con nosotros. ¿No admiras su inteligencia, su pasmoso espíritu de adaptación?
—Lo admiro, y admiro más la facilidad con que aprende todo; pero va verás los disgustos que nos esperan por su culpa. El indio en ciertos momentos es un demonio. A nadie respeta más que a ti, y eso sólo cuando estás presente.
Y mi mujer intentó ponerle fin al diálogo con un marcado gesto de disgusto.
—Todo lo que hace es propio de la edad, hijita. A su edad todos hemos hecho, más o menos, las mismas travesuras. ¡Pobres los niños serios!
—Es que lo que Ishaco hace son perversidades que espeluznan. No hace muchos días que cazó un zorzal, lo desplumó, lo pintó de verde y lo metió en una jaula con el guacamayo. Naturalmente el guacamayo lo destrozó. ¿Y ayer? Ayer hizo otra atrocidad. Colgó al pavo de las patas y lo dejó así hasta que el gallo le deshizo la cabeza a picotazos y patadas. Una salvajada sin nombre.
—Tienes razón. Una bestialidad que me pone en el caso de salir de él cualquier día.
—Y eso no es lo peor; lo peor es que hace las cosas y las niega, aunque lo sorprendas ejecutándolas. “¿Quién ha hecho esto?” “¿Quién será, pues, señorita?” Nada sabe; es un bendito.
—Es el gran defecto de la raza. La verdad que daña rara vez la confiesa del indio, aunque se trate de una pequeñez.
La verdad era que el indio me tenía harto ya con sus travesuras diabólicas, a pesar de la bondad de su servicio. Si a los doce o quince años Ishaco hacía tales cosas, ¿de qué no sería capaz a los veinte, a los treinta, cuando ya dueño de su libertas y entregado a sus propios impulsos se echara a correr por las tierras de ambiente corrupto que le vieron nacer? Porque ¿cómo pensar que Ishaco habría de renunciar para siempre a la vida del campo, a la vuelta al seno de los suyos?
Fuera de que su permanencia en mi casa sólo pedía ser temporal, ni yo me sentía inclinado a tomarle definitivamente a mi servicio, ni él era, por su origen y su raza, de los indios que se resignan a vivir uncidos al yugo de la servidumbre. El indio margosino, el indio chaulán, como el de todas las tierras andinas, crece respirando un aire de bravía independencia y ya hombre sabe por la voz de la sangre y de la tradición que no hay envilecimiento mayor para un indio que el de servirle domésticamente al misti. Son como las ranas: cantan y gozan bajo las ardientes caricias del sol, pero, a lo mejor, huyen de él y tornan al charco cenagoso y pestilente. Pobres, ignorantes, explotados, perseguidos, tristes, trashumantes, roñosos, pero libres, libres en sus montañas ásperas, en sus despeñaderos horripilantes, en sus quebradas atronadoras y sombrías, en sus punas desoladas e inclementes; como el jaguar, como el zorro, como el venado, como el cóndor, como la llama... Esta es la ley, su ley, y el que la quebranta es porque los corpúsculos de alguna sangre servil han traicionado a la raza. ¿Qué vale para el indio la luz de todas las civilizaciones juntas, disfrutada al amparo de de la ciudad, comparada con el rayo de sol, disfrutando al amor de sus majestuosas cumbres andinas? Y así como el misti cuanto más culto  es, tanto más cerca vive de las idealidades, de los ensueños, así el indio a medida que es mayor su incultura, más poseído se siente por las realidades de la naturaleza. La cultura es para él un bien que desprecia, y la comodidad, un yugo que odia.

VI

La noticia de la muerte de Adeodato Magariño cayó en la provincia entera como un alivio. Era un enorme peso e! que se les quitaba a todos de encima, un peso que no dejaba respirar libremente a cuantos tenían necesidad de viajar por las tierras en que por muchos años fue amo y señor el feroz bandolero . Y era una vergüenza también para los representantes del poder público.
Todas las improvisadas persecuciones dirigidas contra el terrible chaulán habían fracasado ruidosamente. Mientras la fuerza pública redoblaba la furia de sus marchas, combinando audaces e infalibles planes de captura, gastando energías dignas de más nobles empeños, él, Magariño, sereno y audaz, confiado en su profundo conocimiento del suelo que pisaba, intuitivo estratega, con una rápida contramarcha, con un simple flanqueo, con el señuelo de una falsa pista, con la destrucción de un huaro o la obstrucción de un camino, dejaba burlados y en ridícula situación a sus perseguidores; y estos, hartos al fin de fatigas, de malas noches de hambre, de frío y de lluvias, decepcionados y mugrientos, sin fuerzas para espolear sus macilentas y despeadas cabalgaduras, optaban por abandonar la partida y volverse.
Y cuando volvían, su vuelta, en vez de aquietar los ánimos, servía solo para escandalizarlos, pues de cada excursión lo único que traían eran indios infelices, denunciados como bandoleros por la inquina lugareña, numerosas puntas de ganado lanar y vacuno y escopetas viejas y rifles inservibles, para disimular con estas recolecciones vandálicas la inutilidad de sus batidas.
Y cuando la imprudencia y la delación pusieron alguna vez al indio en la alternativa de batirse a muerte o entregarse, él no vaciló jamás en jugar serena y valientemente su vida, arremetiendo con tal pujanza y furia que todo que todo cedía a su paso; y siempre supo escapar dejando tras sí la admiración y la muerte. Se diría que el indio gozaba con esta vida de inquietud y peligro, que su naturaleza fuerte y bravía necesitaba de estas persecuciones violentas, en las que, mientras sus perseguidores desplegaban toda la habilidad de un cazador apasionado, él desplegaba toda la ferocidad del tigre y toda la astucia del zorro. De aquí que la persecución se convirtiese en una especie de duelo a muerte, en el que, más que la vida misma, lo que más se temía perder era el triunfo. Y cada fracaso era un galardón más para el bandolero, cuya triste celebridad agrandábase hasta circundar su figura de una aureola romántica.
El nombre de Magariño llegó a adquirir proporciones de pesadilla en la imaginación de sus perseguidores y de leyenda en la de las almas sencillas. No transcurría un mes sin que se hablara de sus asaltos, de sus saqueos, de sus incendios, de sus asesinatos y de sus cuatrerías. Comenzaron a cantarse sus aventuras en las aldeas, en las estancias, en los pueblos, en todas partes, pintándosele en ellas no sólo como un puma valiente, comedor de corazones, sino como el bandolero más rumboso y bravo de todos los tiempos. Lo de siempre: la fantasía popular exagerando y retocando la leyenda del héroe.
Los hechos de Magariño repercutieron en todas partes, trompeteados por la fama. Sólo de una cosa se guardó silencio; de sus aventuras amorosas. ¿Y cómo hablar de ellas, si ellas ocupan un lugar muy secundario en el pensamiento del indio? El indio no sólo no hace mérito de sus conquistas amorosas, sino que ni se jacta de ellas ni las convierte en gloria de sus héroes. Es como el chino. ¿Ni qué importancia atribuirle al donjuanismo si su parte más meritoria, si su parte más meritoria, que es la conquista del corazón femenino por obra de la galantería de la rumbosidad, de la constancia, de la paciencia, del arte, en una palabra, para el indio es cuestión de brevedad y fuerza? Quizás si en esta facilidad misma está la causa de la mezquina importancia que le da el indio a la parte romanesca del amor. Y Magariño, hijo del medio ambiente y de la raza, tenía indudablemente que proceder, a la hora de sus expansiones no solo igual a todos sino más brutalmente, más despóticamente; y aquella fuerza era su cualidad más preponderante. Por esta razón sus triunfos amorosos se reducían a golpes de fuerza, violaciones y estupros, prólogos y epílogos de sus invasiones y salteos.
Y toda esta armazón de triste gloria había caído deshecha al golpe de una bala certera, allá en la soledad de una estancia recóndita, perdida entre la quietud hierática de las cumbres inholladas y el níveo sudario de la puna bravía. Una hora de festejo y alcohol y de confianza también, rara en un hombre que siempre desconfió de todo, lo puso a merced de un compañero traidor. Un pretexto cualquiera exaltó los ánimos, y los vocablos injuriosos, y las miradas retadoras y los puños amenazadores sobrevinieron. Magariño, ciego por esta actitud de su contrario, que significaba para él una insolencia inaudita, se perdió. Al pretender coger su carabina para castigar a su teniente Valerio, este, que tenía ya previsto el choque y que contaba, además, con la complicidad de sus compañeros, anticipándose, disparó contra su jefe, hiriéndole mortalmente
Sobre los yacentes despojos del formidable chaulán, se irguió entonces la anónima figura de una nueva y sobria celebridad. El nombre de Felipe Valerio comenzó a sonar en todas partes y las miradas de las gentes volvieron a él llenas de curiosidad.

VII

Se inició la audiencia y Felipe Valerio compareció entre dos gendarmes. Era Valerio un indio alto y desmirriado, el rostro lampiño, y largo como el reflejo de una imagen en un espejo cóncavo, y en el cual lo caído y curvo de la nariz tenía reminiscencias de garra, y su mirar, oblicuo y falso, causaba la sensación de estar frente a una hiena.
Su captura había sido obra de la casualidad, como la mayor parte de ellas. El indio, astuto y audaz, acosado por los gendarmes y los deudos de Magariño, había tenido que refugiarse en Huánuco, y mientras todos desesperaban de cogerle, él bajo un supuesto nombre, dejaba pasar tranquilamente la furia de la persecución al amparo de un hogar de San Pedro. Pero una imprudencia lo descubrió. Una mañana que recorría el comercio de la ciudad, en busca de las clásicas cápsulas del 44, un pariente de Magariño lo reconoció y lo entregó a la policía.
Contra lo que yo esperaba, Valerio no negó su delito. En regular castellano y con una franqueza y una minuciosidad inusitadas por los hombres de su raza, que siempre saben oponer el laconismo o la negativa al interrogatorio más exigente, él refirió todo, dejándole, por supuesto, una puerta de escape a su defensa. El no había matado a Magariño por puro gusto, por pura maldad. Nada de esto. Como Magariño era de muy malas entrañas, y muy madrugador en lo de meterle una puñalada o un tiro a cualquiera, al verse amenazado por él no hizo más que adelantarse y disparar, con tan mala suerte que su pobre amigo no volvió a levantarse más.
Y terminado el interrogatorio, que Valerio firmó tranquilamente, ordené:
—¡Llévenlo!
Valerio me hizo una humilde genuflexión, cogió su poncho que había dejado tirado en el suelo al entrar, y salió dejándome entregado a mil suposiciones.
Pero no había transcurrido un minuto de su salida cuando un alboroto, proveniente del patio, me sacó de mi abstracción. Lo primero que se me ocurrió fue que Valerio se había fugado. Me precipité al balcón y pregunté:
—¿Qué pasa?
No fue necesaria la respuesta: el cuadro que tenía delante me la dio, y muy significativa. Valerio, medio descrismado, se debatía en el suelo, sin la ayuda de los gendarmes que fuese suficiente para levantarle. Bajé y púseme a examinarle: una herida enorme abarcábale media cabeza, y la sangre, que le manaba a borbotones, comenzó a formar charco. A su lado yacía una gran piedra de moler, que, en medio de sus mutismo, parecía acusar a alguien.
—¿Quién es el que le ha tirado la piedra? —interrogué tonante y amenazador—. Que se asomen todos los de arriba.
Una fila de azoradas cabezas apareció por entre las puertas de los antepechos y, después de revisarlas todas, como notase que faltaban Pedro e Ishaco, lleno de sospecha, volví a preguntar:
—¿Dónde está Pedro? ¿Dónde está Ishaco? ¿Por qué no se asoman esos?
—Aquí estamos, señor —respondió el primero—. Estaba persiguiendo a Ishaco, que no se dejaba coger y quería escaparse por la huerta. Él es el que le ha tirado la piedra a ese hombre. Yo lo he visto, señor. ...
Y corroborando esto, la cocinera, que también se había asomado, dijo:
—Es la piedra de moler de mi cocina. Hace rato que vi a Ishaco salir con ella y al preguntarle por qué llevaba la piedra, me contestó: «que iba a abrirle la cabeza a un perro».
Ishaco no protestó contra ambas acusaciones. Enfurruñado como un gato rabioso cogido por la cola, se limitaba a morderle las manos al negro para que lo soltase, repitiendo de rato en rato esta frase, a manera de vindicación:
—¡Ese perro mató mi padre! ¡Ese perro mató mi padre!...

VIII

Tan luego como la policía me lo comunicó y se llenaron las formalidades del caso, me constituí en la cárcel a interrogar al preso.
Se trataba de Ishaco, el indiecillo aquel que un tiempo fue el rebullicio y tormento de mi casa, y, a pesar de esto, la alegría también. Había caído en manos de la justicia cuando el sangriento episodio, que puso en peligro la vida de un hombre, lo tenía ya casi olvidado, lo mismo que todos los hechos que se sucedieron después: la fuga de Felipe Valerio del hospital, a donde se le remitió para su curación, y la de Ishaco, de la casa en que me vi obligado a depositarle.
Y no había vuelto a saber de este último de manera precisa. De cuando en cuando algún vago y anónimo rumor traíame a la memoria el recuerdo de su famoso e inextinguible apellido, y entonces, por asociación de ideas, mi imaginación reconstruía el drama de la tarde aquella en que, mientras todos nerviosos y horrorizados, bajamos a auxiliar a Valerio, el indiecillo, apercollado por el negro, contemplaba su obra con espantosa tranquilidad.
Pero cuando los rumores se repitieron y los hechos espeluznantes se precisaron, acabé por fijar en ellos la atención. Primero se habló de que, al frente de una banda numerosa, un hijo de Adeodato Magariño había saqueado e incendiado las propiedades de los Valerio; después, que el mismo bandolero había rodeado y batido a una fuerza de gendarmes y degollado a los prisioneros; más tarde, que Felipe Valerio había sido cogido por el hijo de Magariño y que éste, en venganza de la muerte de su padre, después de haberle tenido toda una noche colgado por los pies, lo había mutilado paulatinamente en el espacio de varios días.
Esta manera de torturar, igual a la que Ishaco practicase en cierta ocasión en mi casa con uno de mis animales, me llevó a pensar en si no sería aquello idea del mismo cerebro y obra de la misma mano. Porque al ser cierto todos esos horrores y su autor el hijo de Magariño, ¿no era lo más acertado suponer que Ishaco fuese uno de los de la banda y el inspirador de esos odiosos refinamientos de crueldad? Aquella diabólica idea de colgar a los hombres por los pies toda una noche... Aquella vivisección lenta y sañuda, digna de un suplicio chinesco...
Pero mis dudas se habían desvanecido repentinamente. Ahora no tenía que pensar en cuál de los hijos de Magariño le había sucedido en su infame celebridad. Un parte policial y una sucinta descripción del alcaide me hicieron comprender que se trataba de Ishaco, de aquel cachorro de tigre, que, cuando se le castigaba, en vez de llorar, barbotaba no sé qué palabras quechuas y mordía para que lo soltasen.
Y lleno de asombro, a pesar de encontrarme ya con el ánimo preparado, le vi comparecer.
—¡Buenos días, taita!
—Buenos días. Siéntate.
—¡Gracias, taita!
Había crecido mucho y cambiado más. Toda aquella desmedrada apariencia, con que viniera a mi casa en otro tiempo, había desaparecido. Tenía un aire reposado y todas las trazas de un hombre. Sus ojos miraban firmemente, sin la esquivez ni el disimulo de los de la generalidad de su raza, y, por más que le observé, no pude descubrir en ellos ni fiereza ni crueldad. Se diría que todos aquellos cuadros de horror y de sangre, obra de su voluntad y de su bárbara inventiva, que, seguramente, había tenido que ver desfilar durante su corta, pero ruda y atormentada vida de bandolero, no habían impreso la menor huella en sus ojos. Por el contrario, tenían estos un aire tal de simplicidad, de limpidez, que desconcertaban, que hacían pensar en que, si los ojos son el espejo del alma, no siempre el alma se encuentra reflejada en ellos.
Su traje, a pesar de su desaliño y sencillez, revelaba decencia y comodidad: pantalón de paño gris, recios zapatones de becerro, hermoso poncho listado de hilo, que le llegaba a los muslos, y un pañuelo blanco, al parecer de seda, anudado a la cabeza, a la manera de un labriego español.
Al preguntarle por su nombre, me miró significativamente y respondió sonriendo:
—Diego Magariño para todos, taita; para ti Ishaco.
A semejante respuesta, sentí que algo se conmovió dentro de mí, pero el poder de mi voluntad o la fuerza del hábito, que todo podía ser, lo sofocó, sin permitir que asomara a mi rostro. Y para romper el silencio que reinaba en la sala, interrumpido sólo por el nervioso rasgueo con que el actuario parecía arañar el papel sellado, silencio que, no sé por qué razón, causábame extraño malestar, dije, por decir algo:
—¡Quítate el poncho!
El acusado vaciló un momento; pero, sugestionado por mi mirar imperativo, se lo quitó, no sin cierta lentitud, que a mí me pareció sospechosa.
—Pónlo en la banca.
Todo fue quitarse el poncho Ishaco y comenzar yo a sentir una pesada y sofocante hediondez, que iba aumentando a cada movimiento que hacía el indio para colocarse detrás de la espalda el huallqui. Todos comenzamos a mirarnos con desconfianza.
—Es el poncho, señor —exclamó el actuario.
—No creo que sea el poncho —dije yo—. Lo que siento es un olor a podredumbre. Y acordándome de repente de las nauseabundas aficiones de Ishaco, añadí—: Acércate y abre el huallqui. Quiero ver lo que tienes en el huallqui.
—Fiambrecito, taita. Para qué sacarlo, taita. No te va a gustar.
—Sácalo: quiero verlo.
El indio, dominado, sumiso, metió la mano en el huallqui y sacó, sin repugnancia, un lío, cuya fetidez, a medida que lo desenvolvía, iba haciéndose más insoportable. Dos trozos de carne aparecieron.
—Carnecita, taita —dijo mostrándome el contenido, pero con reserva.
—¿Carne? —dijo el actuario acercándose al indio—. No creo. ¡Parecen ojos, señor!
Di un salto, miré atentamente y, después de cerciorarme de lo que el indio tenía en la mano era realmente dos ojos, le pregunté, lleno de horror:
—¿De quién son esos ojos, canalla?
—De Valerio, taita. Se los saqué para que no me persiguiera la justicia.
Y aquellos dos pedazos de carne globular, gelatinosos y lívidos, como bolsas de tarántula, eran, efectivamente, dos ojos humanos que parecían mirar y sugerían el horror de cien tragedias.